Despierto
un día cualquiera, ya no importa saber cuando. Camino por el largo
pasillo despacio, me mareo un poco, descanso. Al llegar a la puerta,
esa gran puerta blanca, se abre sola y me deja entrar a una especie
de sala inmensa.
Está
oscuro, me guío por una tenue luz arriba, casi como una estrella.
Caigo de repente, tropiezo con algo en esa nada, no puedo levantarme.
Lentamente la luz se hace más fuerte, de a poco voy viendo donde me
encuentro. Es un espacio muy grande, de varios metros de largo y
alto. Con butacas rojas como de teatro.
Por
instinto me acomodo en uno de esos asientos. Veo las proyecciones
gigantescas. Hay un niño que juega, me resulta familiar. Veo el
paisaje, escucho el canto de las aves, caen lágrimas de mis ojos. No
entiendo que pasa, pues conozco todo eso y, a su vez, me resulta
extraño. De repente la veo, me llama por mi nombre. No puedo
creerlo, es ella, como había olvidado, como la recuerdo.
Me
levanto y corro hacia su imagen, caigo de nuevo en la alfombra
oscura, siempre está lejos, llamándome, llamando a ese niño, a esa
persona. A esa imagen en la otra pantalla. Me sacudo la ropa, me
siento en otra butaca, respiro hondo. No soy yo quien está ahí, en
esos recuerdos, ni quien está ubicado en ese sitio. No es ella, no
podría serlo, quien lo llama, quien me llama.
Busco
una salida, puerta o ventana. Por donde había entrado estaba
cerrado, en vano fueron mis intentos por abrirla. No puedo salir,
estoy atrapado. Camino un buen rato por los rincones de ese salón
terrible, es como una sala de cine para cientos de espectadores. Pero
ahí estoy solo con esas imágenes que no quiero ver.
El
tiempo pasa lento, muy lento. Lo extraño es que sigo con vida, sin
comer ni beber, ni necesito ir al baño. Es muy extraño, pero
tampoco me encuentro cansado. Quizás sea sólo un sueño largo. Un
estado mental del cual no salgo, un coma o un largo descanso. Quise
salir pero ya me resigné a esta familiar nada.
Martín
Espinoza, 25 de febrero de 2017
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