viernes, 25 de diciembre de 2009

UNA GENIAL IDEA

Había sido una idea fantástica, por fin se acabarían las llegadas tardes, las ausencias inesperadas, los gastos causados por esos empleados que no iban a su lugar de trabajo sin avisar.

Quien hizo el invento fue considerado una especie de héroe, no por el pueblo por supuesto, si no por el gobierno y las empresas que soñaban semejante portento de la tecnología. Su puesta en funcionamiento a nivel masivo fue inmediata, a pesar de las protestas de las uniones de empleados, de quienes decían que tal aparato era un espanto que violaba la libertad de las personas, de su vida, de su tiempo.

Con el tiempo las voces de protesta se acallaron, la gente comenzó a acostumbrarse y hasta organizaba su vida en base a la existencia de esta máquina que los llevaría a la hora precisa a su puesto de trabajo estén donde estén. De hecho, se levantaban... se lavaban los dientes... desayunaban listos, ya vestidos y peinados esperando la hora justa donde en un destello leve eran teletrasnportados a sus respectivos puestos laborales.

El sistema era perfecto, iban apareciendo uno a uno los empleados en sus puestos, sin aglomeraciones de tránsito, sin tiempo para perder saludándose o comentando cosas del fin de semana. Las calles siempre estaban ordenadas, poco tráfico. El sistema público de transporte llevaba mucho menos gente, pero rebozaba de limpieza y puntualidad.

Pero nada es perfecto en este mundo. Hubo quienes usaron este invento para otros fines: el estado mismo se dedicaba a hacer aparecer a los evasores fiscales, a los rebeldes, a todo quin estuviera en su contra. La lucha contra el terrorismo nunca fue tan fácil ni efectiva.

El sistema era excelente, satélites monitoreaban a todas las personas del mundo, pues tenían esa capacidad. No había ser humano, no importa de que lugar fuera, que no figurara en la base de datos monumental y global de este super sistema. Se cuadraba la posición de la persona a llevar y un haz de luz invisible caía del cielo atravesando lo que sea para llegar hasta la persona en cuestión. Nadie estaba a salvo.

Porque toda buena invención puede tener destinos terribles, en varios países los ciudadanos estaban atemorizados con la idea que en cualquier momento se los adujera de donde estén, desparecieran sin que nadie sepa quienes se lo habían llevado. Sabido por todos era que a esta máquina, a sus diversos modelos en todo el mundo, sólo tenían acceso los poderosos, los gobiernos, las multinacionales, los organismos de seguridad. Incluso se sospechaba que la nación más poderosa del mundo muchas veces traía gente de lugares lejanos del planeta sospechados de terroristas. Pueblos enteros desaparecían. Nunca más se sabía algo de ellos.

Claro está que estos eran rumores de locos que estaban ante el avance de la humanidad hacia un camino de hermandad y paz absoluta; de productividad sin precedentes. Los poderes se afianzaban gracias a esta puntualidad, a esta posibilidad que tenían todos por igual de ser transportados de este manera. Los noticieros ponderaban una y otra vez los nuevos modelos de tele transportadores, cada vez más efectivos, más funcionales, más económicos, ya casi no había secuelas... otro rumor .infundado.

Se llegó a decir que estas máquinas con cada viaje que hacían a una persona iban mermando sus átomos, sus proteínas, sus años de vida, pero nunca ninguna institución seria confirmó esto por lo cual todo seguía curso.

Pero como habrán notado este relato habla en pasado, en algo que ya parece no suceder, en un evento que quedo atrás. Así es.

Muchos empleados saboteaban las máquinas, muchas veces con secuelas trágicas, ya que muchos transportados perecían porque apagaban las máquinas justo en mitad de un viaje, simplemente se desvanecían en el éter. Otros sufrían mutilaciones terribles. Sin embargo, muchas veces estas fallas no eran producto de ningún sabotaje, simplemente la máquina funcionaba mal y punto.

Pero la oleada de ataques a esta máquina fue creciendo, incluso a pesar de las medidas de seguridad que cada vez se hacían más agresivas. El tema es que incluso los mismos guardias, los mismos poderosos saboteaban estos aparatos. Había muchos centros de poder que jamás avalaron semejante escándalo de invasión a la vida humana, a su esencia misma de intimidad.

No recuerdo bien como fue todo, pero fue una tarde soleada, yo esperaba mi transporte en casa mientras miraba la taza de café vacía esperando que se convierta ante mis ojos en el monitor de la pc de mi oficina. No sucedió nunca tal evento, cosa que me llamó la atención porque en años nunca había fallado el efecto mágico que me entretenía día a día.

Ese día me quedé en casa, me recosté en mi cama vestido con la ropa del trabajo, esperaba se transportado en cualquier momento. Me quedé dormido, me desperté de noche un estruendo, la ciudad ardía en llamas, la policía y los bomberos corrían de un lado al otro, todos los ciudadanos huían como podían aquella madrugada.

Salí a la calle sin saber que hacer, comencé a caminar hacia donde iban todos, llegamos hasta el centro general donde estaba una de las máquinas, grande fue nuestra sorpresa cuando vimos aquello: no había nada, como si nunca hubiera estado el edificio en tal lugar. Miré a mi alrededor para confirmar mi ubicación, no había dudas. El problema que desaparecieron todas las máquinas de todos los lugares donde estaban con sus los edificios que las protegían, las personas que las mantenían. Quedando en su lugar un vacío desastroso porque las cañerías de agua vertían su contenido, los cables caídos saltaban dando chispas y el gas natural emanaba de los orificios que quedaban, las explosiones eran grandes, terribles.

Lo raro, si es que faltaba algo fuera de lo común en aquellos tiempos, fue que los noticieros no le dieron mayor relevancia a semejante cosa. Todos volvimos a usar el auto, el taxi, subte, colectivos. Incluso el héroe creador de los transportadores guardó un silencio total.

Pero las desapariciones misteriosas seguían. Todo aquel intentaba investigar, saber o preguntaba el por qué de esa tragedia desaparecía en un extraño leve destello de luz que bajaba del cielo.


© Martín Espinoza. 22 de noviembre de 2009

domingo, 22 de noviembre de 2009

PARAGUAS

Para mí que la lluvia persigue a los paraguas o, mejor dicho, su ausencia. Varios estudios, pocos serios de más está decir, certifican grandilocuentemente que a más paraguas en mano menos lluvia en el cielo, es algo así como una ley inversamente proporcional.

Me ha pasado, creo, en varias oportunidades. Salir con paraguas en mano listo para dar heroica batalla a todo tipo de vendavales y justo cuando mi areté se aproxima un haz de luz o una estrella (depende del día o la noche) se asoma en el cielo, las nubes se dispersan y quedamos todos inmersos en uno de esos días maravillosos de sol o esas nochecitas de novela. De más está decir que –quien sabe por qué misterio del universo- uno es el único en la ciudad con paraguas en mano, pareciera ser que el resto de los mortales posee una especie de sexto sentido que les indica el conveniente hecho de dejar sus paraguas en casa. Así uno termina siendo el único tarado que transita, bajo el sol ardiente (o las estrellas y luna idílicas), con un cada vez más incómodo, difícil de disimular, utensilio negro o de colores chillones que logran llamar la atención de más de uno, de todos.

Lo curioso sucede cuando el día comienza siendo una maravilla, digno de postal con gente sonriendo y niños jugando alegremente. Uno sale despojado de protección alguna contra aquel enemigo pluvial a la calle, con el alma henchida de vida. Cuando, en una siniestra esquina, nos aguarda alguna nube que andá a saber de donde aparece dispuesta a descargar como nunca su carga acuífera. El efecto es el contrario a la nada conveniente presencia del paraguas, todos caminan bajo sus techitos portátiles felices de haber nacido y saltando entre charquitos de variados tamaños; mientras uno –pobre- siente el oprobio de la vida, del inclemente tiempo sobre su espalda, sus fuerzas, su moral devenida en nada, el agua cual torrente desbordado corriendo por todo el cuerpo, la ropa un desastre... gente mirando atónita, hasta con pena, uno mirándolas de frente tratando de mantener la dignidad perdida y meditando el por qué de su existencia en este mundo.

¡Vaya invento el paraguas! Nacido para ser dejado en casa cuando llueve o llevado cuando no cae una gota ni por el más extraño albur del destino. También es común, me ha pasado también (me parece) eso de andar dejando paraguas abandonados en aquellos lugares tan difíciles de recordar: bibliotecas, bares, casas extrañas, consultorios varios, taxis, remises, colectivos. Como si este aparatito se sintiera a gusto y tácitamente decida quedarse quien sabe donde, porque jamás regresan con sus dueños. ¿Será por eso que algunos siempre tienen un paraguas a mano cuando es necesario? –los paraguas escogen a sus afortunados nuevos dueños en el preciso momento de la lluvia). ¿Qué exista una especie de voluntad paraguesca (que mal suena) que decide a quien albergar de las insolente gotas y a quien no? ¡Por qué a mí!!! ¡Por qué ese ensañamiento de los astros y sus elementos meteóricos!!!! Una porquería este mundo globalizado.

Pero, pensando un poco. Ah... el poeta que uno lleva dentro. Si es verdad que los paraguas llaman a la lluvia, cobijados en sus casas, podríamos tener agua a voluntad, bastaría con ponernos de acuerdo y lograr un conveniente aguacero o un diáfano cielo celeste1 o pletórico de estrellas para los enamorados y la cartera de la dama. Ellos, por supuesto, seguirían eligiendo a sus dueños, pero ya no estaremos a merced de las inclemencias del tiempo que está tan loco últimamente.

Eso si, quizás se opongan estoicamente quienes más se ven favorecidos, es más, sospecho alguna maléfica conspiración entre fabricantes de paraguas y pronosticadores del tiempo -aunque aún no reuní todas las pruebas-, felices de ver sufrir a la gente bajo un manto líquido que no se anda con chiquitas a la hora de venirse abajo desde el bravo cielo.

La batalla, sin embargo, estaría ganada, al fin seríamos amigos de los paraguas, al fin nos ayudarían, tapizarían de grises, negros o brillantes colores con flores, rombos y todo las calles y bajo ellos nosotros transitando esta ciudad, esta vida, con la paz de saber que hoy si, va a llover, dentro de un rato no... mejor no porque la noche se aproxima y necesito estrellas para ella.

Pero ponerse de acuerdo es tan difícil... nunca faltará el jodido que porque hoy tuvo un mal día quiera que se venga el mundo abajo cual diluvio universal porque se le canta o el melancólico que se inspira viendo caer la lluvia (vaya a saber para qué). O el caprichoso que quiere lluvia, por qué si, por qué si y por qué sí.

Personalmente tengo fe en que algún día esto va a pasar, no sé cuando pero cuando menos lo esperemos paraguas y humanos transitaremos de la mano –ellos en nuestra mano- por este aciago mundo. Será cuestión de tener fe.

¡¡Espero que no llueva porque no sé donde dejé ese maldito paraguas otra vez!!! Aunque está lindo, salgo igual.

Martín Espinoza, febrero de 2006.

1 Y sus correspondiente arco iris donde se baña de colores Osiris.

Creáme

Preferiría estar ausente en determinadas circunstancias, pero ser mortal me obliga a quedarme -ya no puedo desvanecerme a voluntad como antes-. Pero no es tan malo, al menos ahora la gente se acerca a mí, me habla, hablo con ellos, hasta supe lo que es el amor, la traición, el olvido.

Trabajo, en horario de comercio en la ciudad de Santa Fe, no me puedo quejar... bueno si me llegara a quejar sería un empleado a la deriva, en esta casa de venta de electrodomésticos. El empleado debe estar siempre feliz, sonriente. Aunque he encontrado mis maneras sutiles de rebelión, no mintiéndole al incauto cliente ante las tentadoras ofertas... Miré, es mejor este o este otro que el que usted pretende llevar, cuesta más, si... pero mire, hágame caso, no se va a arrepentir, créame.

Alquilo aún, porque en verdad no hace mucho que adquirí esta forma y de este lado de la realidad las cosas cuestan, el dinero manda y no otra cosa, hágame caso, créame.

Lo que me gusta en mis fines de semana es salir por ahí donde pinte –dirían algunas- la costanera, la “citi” con sus barcitos carísimos y de regular atención. Entrar en un boliche, perdón, “pub”, bailar y bailar horas hasta que el cuerpo diga basta –me gusta esa sensación de cansancio, lo tomo como mi revancha ante este cuerpo, esta prisión de piel, carne y huesos-.

Se preguntarán ustedes, quienes sean, quien fui antes de ser quien soy. Como decirlo... mis recuerdos han sido debidamente borrados hasta la mera confusión. Supongo que la sombra que se oculta en los espejos, la brisa que acaricia de repente con su tibieza y nos hace recordar eso... eso que sentíamos perdido... Lo que importa es que ahora estoy de este lado, hágame caso, créame.

Mi nombre está de más, por lo común y aburrido, no vale la pena mencionarlo. Lo cierto es que trabajo, que camino por la peatonal todos los días, que viajo en micro, perdón, “colectivo” como todo el mundo, pago mis cuentas y a veces sueño con una vida mejor. Quizás volver a mi estado anterior, pero me han borrado los recuerdos, aunque sospecho que mi castigo ha sido por mi envidia. Verlos pasar siempre, hablando entre ellos, comiendo, besándose algunos, llorando –y hasta supe que se morían- me hizo pensar que sería una buena idea estar de ese lado.

Ahora lo estoy, soy uno más que camina por ahí, entre ellos, entre todos, siendo parte de ellos, una más de todos. Una simple mujer que soñó un día con ser brisa tibia, ángel o demonio pero que regresó... Ah... la envidia, la nostalgia como consiguen hacernos volver a la nada.

Hágame caso, créame.


Martín Espinoza, febrero de 2006


DOS VOCES

Ana: Bueno, ya es hora. Vos sabías que esto iba a pasar. Nati: ¿Qué cosa? ¿De qué hablás? ¡Justo ahora! ¡En el peor momento! Ana: No es mi c...