sábado, 25 de febrero de 2017

MONOTONÍA


Por aquel entonces despertó en el mismo lugar de siempre tan extraño a sus ojos y sentimientos como le fue costumbre varios años. Su esposa preparaba café, como todas las mañanas, las tostadas y el dulce de durazno eran parte del comienzo del día.

Leer el diario por costumbre no sólo lo distraía de su familia sino que lo informaba del mundo, aunque poco le importaba el mundo, pero era un buen comienzo, al menos tendría de qué hablar con sus compañeros de oficina. Aunque rara vez se comunicaba más allá de los saludos respectivos y de las indicaciones laborales.

Lo único que lo entusiasmaba era Irene, la nueva empleada. Una chica joven y muy bonita que lo había cautivado desde el primer día con su simpatía, su uniforme entallado, sus polleras cortas que dejaban ver generosamente sus piernas.

El viaje hasta su trabajo no era muy extenso, pero en una urbe como aquella hacía lento todo tipo de traslado. Parecía como si la ciudad quisiera dejarlo quieto, inmóvil a uno, a cada uno de sus ciudadanos, sin posibilidad alguna de salir, de avanzar.

Pero bueno, todos los días eran similares, y él ya estaba acostumbrado a semejante trajín. Su auto era nuevo –“maravillas del mundo capitalista” se decía irónicamente-, con una buena radio, y un silencioso aire acondicionado. Estaba solo y cómodo en ese espacio, rodeado de autos, él se sentía a gusto escuchando cada tanto la misma canción en la misma radio de hits de la semana.

Su trabajo tampoco le desagradaba, con los años había escalado posiciones solamente a fuerza de trabajo. –“Todo un mérito para un argento promedio” repetía cada tanto entre bromeando y lleno de autoconformismo-. Irene le recibía sonriendo amablemente en la recepción, su hermosa cara de promotora (lo había sido antes de comenzar a trabajar en aquella empresa), adquirían una luz llamativa con su cabello atado y sus anteojos de cristal casi sin graduación.

Él la saludaba cortésmente, y por quedarse unos segundos con ella le preguntaba cosas que en verdad le importaban poco y nada: “¿Cómo anda usted?”, “¿Conforme con su trabajo?” ¿Ha tenido algún problemita? ¿En qué puedo ayudarla?” Se ofrecía con la esperanza de tener un pretexto para verla más allá de las nueve de la mañana. Irene respondía sonriendo y con sus ojos claros lo miraba agradecida, pero nunca le solicitó ayuda alguna por un tiempo.

Y ese era final de las novedades, luego todo continuaba como siempre, luego del medio día su esposa lo llamaba por teléfono para contarle las nuevas en la escuela donde asistía su hijo Tomás. Él la escuchaba por momentos atentamente y respondía automáticamente: “Si querida, te quiero, lo sabés bien”, “Llego esta noche a tal hora”, “Cuidalo a Tomás...” Luego, se hundía en su trabajo.

Nadie negaba sus cualidades laborales, gracias a él aquella importadora había hecho excelentes negocios y era considerado una especie de engranaje invaluable y necesario en tal lugar.

Llegaba la hora de salir y él se apresuraba (cuando podía) a bajar antes de que Irene se fuera y con cualquier excusa lograba que ella se quedara un poco más. Irene era joven, no quería perder este empleo y respetaba a nuestro personaje llevada por los comentarios de los demás (algunos maliciosos pero ella no se dejaba “llenar la cabeza”, le gustaba creer que era ella quien hacía sus juicios de valor). Un día, por fin aceptó un café con aquel gerente tan ponderado.

“_ Es tu primer trabajo importante, por decirlo de alguna manera ¿verdad?
_ Sí, estoy muy feliz porque antes solamente hacía promociones que duraban un tiempo y luego no tenía nada y me ponía mal no tener dinero y hacer lo que me gusta.
_ ¿Qué te gusta?
_ La independencia. Salir y comprarme lo que quiera sin tener que pedirle dinero a mis padres. Usted me comprende.
_ Sí, por supuesto (le decía mientras pensaba en aquella idea de independencia) ¿Vivís con tus padres?
_ Por el momento sí, aunque quiero irme a vivir sola, si todo sale bien con lo que gano aquí puedo pensarlo seriamente.
_ Claro”. (Le respondía mientras la observaba ya con el cabello suelto y sin sus delgados anteojos, realmente le gustaba).

Irene vivía casualmente de paso al domicilio de su gerente. Así que él se ofreció a llevarla y ella aceptó sin pensarlo, era más cómodo parea ella viajar en auto que en un colectivo o en subte (que aborrecía íntimamente).

Así pasaron los días, los meses. Él seguía su vida como una sucesión de días calcados el uno del otro. Salvo los fines de semana que, por ser dos días solamente, no podían copiarse mucho el uno del otro. Tenían una casa quinta en las afueras de la ciudad, muy cómoda con un patio hermoso donde Tomás jugaba todo el tiempo. Su esposa se sentía muy a gusto en aquel lugar, hubiese preferido vivir allí a estar en su casa en la capital, pero seguía los gustos de su marido por amor, o sumisión, o comodidad.

Él se dedicaba, como si le gustara, a arreglar el quincho, cortar el césped en su tractorcito y a pasar las siestas con su esposa sentados bajo a sombra de una pérgola que siempre quiso hacer desaparecer desde el día que compró la quinta, pero su esposa...

El lunes, así, se convertía en un alivio del fin de semana, por ser el primer día de la semana la copia no existía ya que era el primero de cinco días, brillante y nuevo ante sus ojos. Irene, los lunes, estaba de muy buen ánimo porque disfrutaba los fines de semana y eso le daba energías para comenzar la semana laboral alegremente. Era una chica responsable que añoraba un paso en su “independencia”: vivir sola. Él la saludaba ya con cierta confianza, había logrado que ella lo tuteé debidamente. Había logrado algo más.

Irene admiraba a este hombre, por razones que ella creía tener y por otras que no comprendía. “Un hombre en su posición, tan amable con una recepcionista no es cosa común” Se decía inocentemente, a pesar de los comentarios de los demás empleados.

Llegó el día tan esperado. Aquel día que él había soñado desde que la conoció a Irene. Coincidió un problema de salud de la hermana de su esposa y ella tuvo que viajar con Tomás “porque todavía es muy chico como para que esté sin su madre”.

Era un viernes hermoso de primavera. Todavía el sol clareaba el cielo despejado y la tarde no podía ser mejor. Él aprovechó un gesto de ella para invitarla a comer algo, después la llevaría hasta su casa. Irene aceptó encantada, a esta altura del año ya lo quería sin saberlo o sin querer reconocerlo.

Comieron muy bien en un restaurante lejano pero hermoso, un lugar delicado y costoso como Irene nunca conoció pero que soñaba. Tomaron champaña de primera línea, Irene bebía alegremente. Ella hablaba y se reía constantemente, él la miraba sonriendo.

Lo que pasó después es algo que ella quería (aunque se lo negaba) y que él pretendía. Pasaron la noche en un hotel de tres estrellas, siguieron bebiendo y se dejaron llevar por la música suave y la atmósfera intimista de aquella habitación.

El sábado fue un día de amanecer tardío. Cerca de la una, Irene soñaba despierta con un amor eterno, con un amor de verdad con un hombre de verdad, mayor y con experiencia. Aunque con esposa e hijo... “Seguramente que ella no lo ama y que aquel hijo es lo único que lo ata a ella” –se confirmaba-. Se sentía enamorada. Él, muy satisfecho, dormía tranquilamente.

Almorzaron a las tres de la tarde. Irene había dicho a sus padres que se quedaba a dormir en casa de una de sus amigas (que sabía de la existencia del gerente). La ciudad tenía un color distinto o, mejor dicho, una luz distinta, mucho más brillante, las flores eran más preciosas que nunca y su perfume inundaba el alma de Irene. Para él era también un día distinto, no estaba en aquella quinta con su mujer y su hijo.

Pero uno es un animal de costumbres. Nuestro gerente pronto se olvidó de Irene, a pesar de que ella lo buscaba con la mirada, esperaba un café a la tarde o una rosa a la mañana, nunca los tuvo.

No sé sabe bien cuando Irene decidió irse de la empresa y cuando comenzó Mónica a trabajar en su lugar. Pero él ya tomaba café con Mónica de vez en cuando. –“Todo un mérito para un argento promedio” Se decía orgulloso.


Martín Espinoza, noviembre de 2004

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