Por aquel entonces despertó en el mismo lugar de siempre tan extraño
a sus ojos y sentimientos como le fue costumbre varios años. Su
esposa preparaba café, como todas las mañanas, las tostadas y el
dulce de durazno eran parte del comienzo del día.
Leer el diario por costumbre no sólo lo distraía de su familia sino
que lo informaba del mundo, aunque poco le importaba el mundo, pero
era un buen comienzo, al menos tendría de qué hablar con sus
compañeros de oficina. Aunque rara vez se comunicaba más allá de
los saludos respectivos y de las indicaciones laborales.
Lo único que lo entusiasmaba era Irene, la nueva empleada. Una chica
joven y muy bonita que lo había cautivado desde el primer día con
su simpatía, su uniforme entallado, sus polleras cortas que dejaban
ver generosamente sus piernas.
El viaje hasta su trabajo no era muy extenso, pero en una urbe como
aquella hacía lento todo tipo de traslado. Parecía como si la
ciudad quisiera dejarlo quieto, inmóvil a uno, a cada uno de sus
ciudadanos, sin posibilidad alguna de salir, de avanzar.
Pero bueno, todos los días eran similares, y él ya estaba
acostumbrado a semejante trajín. Su auto era nuevo –“maravillas
del mundo capitalista” se decía irónicamente-, con una buena
radio, y un silencioso aire acondicionado. Estaba solo y cómodo en
ese espacio, rodeado de autos, él se sentía a gusto escuchando cada
tanto la misma canción en la misma radio de hits de la
semana.
Su trabajo tampoco le desagradaba, con los años había escalado
posiciones solamente a fuerza de trabajo. –“Todo un mérito
para un argento promedio” repetía cada tanto entre bromeando y
lleno de autoconformismo-. Irene le recibía sonriendo amablemente en
la recepción, su hermosa cara de promotora (lo había sido antes de
comenzar a trabajar en aquella empresa), adquirían una luz llamativa
con su cabello atado y sus anteojos de cristal casi sin graduación.
Él la saludaba cortésmente, y por quedarse unos segundos con ella
le preguntaba cosas que en verdad le importaban poco y nada: “¿Cómo
anda usted?”, “¿Conforme con su trabajo?” ¿Ha tenido algún
problemita? ¿En qué puedo ayudarla?” Se ofrecía con la esperanza
de tener un pretexto para verla más allá de las nueve de la mañana.
Irene respondía sonriendo y con sus ojos claros lo miraba
agradecida, pero nunca le solicitó ayuda alguna por un tiempo.
Y ese era final de las novedades, luego todo continuaba como siempre,
luego del medio día su esposa lo llamaba por teléfono para contarle
las nuevas en la escuela donde asistía su hijo Tomás. Él la
escuchaba por momentos atentamente y respondía automáticamente: “Si
querida, te quiero, lo sabés bien”, “Llego esta noche a tal
hora”, “Cuidalo a Tomás...” Luego, se hundía en su trabajo.
Nadie negaba sus cualidades laborales, gracias a él aquella
importadora había hecho excelentes negocios y era considerado una
especie de engranaje invaluable y necesario en tal lugar.
Llegaba la hora de salir y él se apresuraba (cuando podía) a bajar
antes de que Irene se fuera y con cualquier excusa lograba que ella
se quedara un poco más. Irene era joven, no quería perder este
empleo y respetaba a nuestro personaje llevada por los comentarios de
los demás (algunos maliciosos pero ella no se dejaba “llenar
la cabeza”, le gustaba creer que era ella quien hacía sus juicios
de valor). Un día, por fin aceptó un café con aquel gerente tan
ponderado.
“_ Es tu primer trabajo importante, por decirlo de alguna manera
¿verdad?
_ Sí, estoy muy feliz porque antes solamente hacía promociones que
duraban un tiempo y luego no tenía nada y me ponía mal no tener
dinero y hacer lo que me gusta.
_ ¿Qué te gusta?
_ La independencia. Salir y comprarme lo que quiera sin tener que
pedirle dinero a mis padres. Usted me comprende.
_ Sí, por supuesto (le decía mientras pensaba en aquella idea de
independencia) ¿Vivís con tus padres?
_ Por el momento sí, aunque quiero irme a vivir sola, si todo sale
bien con lo que gano aquí puedo pensarlo seriamente.
_ Claro”. (Le respondía mientras la observaba ya con el cabello
suelto y sin sus delgados anteojos, realmente le gustaba).
Irene vivía casualmente de paso al domicilio de su gerente. Así que
él se ofreció a llevarla y ella aceptó sin pensarlo, era más
cómodo parea ella viajar en auto que en un colectivo o en subte (que
aborrecía íntimamente).
Así pasaron los días, los meses. Él seguía su vida como una
sucesión de días calcados el uno del otro. Salvo los fines de
semana que, por ser dos días solamente, no podían copiarse mucho el
uno del otro. Tenían una casa quinta en las afueras de la ciudad,
muy cómoda con un patio hermoso donde Tomás jugaba todo el tiempo.
Su esposa se sentía muy a gusto en aquel lugar, hubiese preferido
vivir allí a estar en su casa en la capital, pero seguía los gustos
de su marido por amor, o sumisión, o comodidad.
Él se dedicaba, como si le gustara, a arreglar el quincho, cortar el
césped en su tractorcito y a pasar las siestas con su esposa
sentados bajo a sombra de una pérgola que siempre quiso hacer
desaparecer desde el día que compró la quinta, pero su esposa...
El lunes, así, se convertía en un alivio del fin de semana, por ser
el primer día de la semana la copia no existía ya que era el
primero de cinco días, brillante y nuevo ante sus ojos. Irene, los
lunes, estaba de muy buen ánimo porque disfrutaba los fines de
semana y eso le daba energías para comenzar la semana laboral
alegremente. Era una chica responsable que añoraba un paso en su
“independencia”: vivir sola. Él la saludaba ya con cierta
confianza, había logrado que ella lo tuteé debidamente. Había
logrado algo más.
Irene admiraba a este hombre, por razones que ella creía tener y por
otras que no comprendía. “Un hombre en su posición, tan amable
con una recepcionista no es cosa común” Se decía inocentemente, a
pesar de los comentarios de los demás empleados.
Llegó el día tan esperado. Aquel día que él había soñado desde
que la conoció a Irene. Coincidió un problema de salud de la
hermana de su esposa y ella tuvo que viajar con Tomás “porque
todavía es muy chico como para que esté sin su madre”.
Era un viernes hermoso de primavera. Todavía el sol clareaba el
cielo despejado y la tarde no podía ser mejor. Él aprovechó un
gesto de ella para invitarla a comer algo, después la llevaría
hasta su casa. Irene aceptó encantada, a esta altura del año ya lo
quería sin saberlo o sin querer reconocerlo.
Comieron muy bien en un restaurante lejano pero hermoso, un lugar
delicado y costoso como Irene nunca conoció pero que soñaba.
Tomaron champaña de primera línea, Irene bebía alegremente. Ella
hablaba y se reía constantemente, él la miraba sonriendo.
Lo que pasó después es algo que ella quería (aunque se lo negaba)
y que él pretendía. Pasaron la noche en un hotel de tres estrellas,
siguieron bebiendo y se dejaron llevar por la música suave y la
atmósfera intimista de aquella habitación.
El sábado fue un día de amanecer tardío. Cerca de la una, Irene
soñaba despierta con un amor eterno, con un amor de verdad con un
hombre de verdad, mayor y con experiencia. Aunque con esposa e
hijo... “Seguramente que ella no lo ama y que aquel hijo es lo
único que lo ata a ella” –se confirmaba-. Se sentía enamorada.
Él, muy satisfecho, dormía tranquilamente.
Almorzaron a las tres de la tarde. Irene había dicho a sus padres
que se quedaba a dormir en casa de una de sus amigas (que sabía de
la existencia del gerente). La ciudad tenía un color distinto o,
mejor dicho, una luz distinta, mucho más brillante, las flores eran
más preciosas que nunca y su perfume inundaba el alma de Irene. Para
él era también un día distinto, no estaba en aquella quinta con su
mujer y su hijo.
Pero uno es un animal de costumbres. Nuestro gerente pronto se olvidó
de Irene, a pesar de que ella lo buscaba con la mirada, esperaba un
café a la tarde o una rosa a la mañana, nunca los tuvo.
No sé sabe bien cuando Irene decidió irse de la empresa y cuando
comenzó Mónica a trabajar en su lugar. Pero él ya tomaba café con
Mónica de vez en cuando. –“Todo un mérito para un argento
promedio” Se decía orgulloso.
Martín Espinoza, noviembre de 2004
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