lunes, 8 de enero de 2018

DUEÑOS

Un haz de luz bajó del cielo, luego varios. Muchas luces en formación. Altas, lejanas, silenciosas. Todos quedamos perplejos, asustados ante ese espectáculo particular. De repente el pueblo quedó a oscuras, no funcionaba nada. Me di cuenta que era un buen momento para buscar refugio.

Lo último que recuerdo fue un sonido terrible. Y luego la paz, ese silencio que no puede ser otra cosa que señal de muerte. Desperté quien sabe cuando. Pero me dolía todo el cuerpo. Con dificultad caminé entre las ruinas hacia el día. No puedo describir con palabras lo que veía, lo que creí que veía. Parecía otro mundo, otra tierra. Otro lugar.

Volví a donde estaba mi antigua casa, entre las ruinas encontré algunas de mis cosas. No había nadie, ni vivo ni muerto, simplemente nadie. Me fui despacio, sin rumbo fijo, hacia donde sea. Hasta donde llegara en mi estado.

Anduve días enteros con sus noches. No me noté cansado ni con hambre, con nada. Simplemente caminaba sin parar en un desierto de dimensiones inimaginables. Encontré una especie de estructura, alta, oscura, fría. Pude entrar en ella, en sus compleja geografía, solamente encontré algunos repuestos, unos pocos mensajes que no entiendo.

No sé cuando, desconozco ahora los segmentos del tiempo pues se ha perdido esa medida en este mundo. Pero supe encontrar uno de ellos. Me miraba asustado, me decía cosas que no comprendía. Quise acercarme pero lo que pasó fue horrendo. Un destello azul me encegueció y a quien había encontrado ya no estaba más.

Así estuve, buscando esos seres y eliminándolos uno a uno, sin piedad, sin pensarlo, sin quererlo. Ya no era uno de ellos, ya no sé que era. Simplemente hacía lo que tenía que hacer, no podía evitarlo, así estaba programado mi cuerpo nuevo. Era una máquina creada por ellos, los invasores, los nuevos dueños.

Martín Espinoza, 8 de enero de 2018.-



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