Un
haz de luz bajó del cielo, luego varios. Muchas luces en formación.
Altas, lejanas, silenciosas. Todos quedamos perplejos, asustados ante
ese espectáculo particular. De repente el pueblo quedó a oscuras,
no funcionaba nada. Me di cuenta que era un buen momento para buscar
refugio.
Lo
último que recuerdo fue un sonido terrible. Y luego la paz, ese
silencio que no puede ser otra cosa que señal de muerte. Desperté
quien sabe cuando. Pero me dolía todo el cuerpo. Con dificultad
caminé entre las ruinas hacia el día. No puedo describir con
palabras lo que veía, lo que creí que veía. Parecía otro mundo,
otra tierra. Otro lugar.
Volví
a donde estaba mi antigua casa, entre las ruinas encontré algunas de
mis cosas. No había nadie, ni vivo ni muerto, simplemente nadie. Me
fui despacio, sin rumbo fijo, hacia donde sea. Hasta donde llegara en
mi estado.
Anduve
días enteros con sus noches. No me noté cansado ni con hambre, con
nada. Simplemente caminaba sin parar en un desierto de
dimensiones inimaginables. Encontré una especie de estructura, alta,
oscura, fría. Pude entrar en ella, en sus compleja geografía,
solamente encontré algunos repuestos, unos pocos mensajes que no
entiendo.
No
sé cuando, desconozco ahora los segmentos del tiempo pues se ha
perdido esa medida en este mundo. Pero supe encontrar uno de ellos.
Me miraba asustado, me decía cosas que no comprendía. Quise
acercarme pero lo que pasó fue horrendo. Un destello azul me
encegueció y a quien había encontrado ya no estaba más.
Así
estuve, buscando esos seres y eliminándolos uno a uno, sin piedad,
sin pensarlo, sin quererlo. Ya no era uno de ellos, ya no sé que
era. Simplemente hacía lo que tenía que hacer, no podía evitarlo,
así estaba programado mi cuerpo nuevo. Era una máquina creada por
ellos, los invasores, los nuevos dueños.
Martín
Espinoza, 8 de enero de 2018.-
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