Tengo
miedo de salir, de ver a la gente, de tratar con ella. De desnudar el
alma a la luz del sol de las verdades que existen ahí afuera. Me
quema la piel, me arde la sangre y no hay barbijo que cubra el simple
hecho de que a veces suelo ser cobarde.
De
todos modos salgo de mi casa, enfrento la calle, me sumo a la rutina
por mera obligación laboral. Esa especie de dádiva sumisa que uno
tiene con su tiempo, con su vida cuando recibe una paga a cambio.
Siento que prostituí unas horas diarias de mi vida para poder comer.
Aunque digan que debo ser más agradecido por tener trabajo pues para
vivir esta vida hay que ceder parte de la misma. Extraña paradoja.
A
pesar de mi edad no maduro, no cambio, me cuesta darme cuenta de lo
que pasa, lo que les pasa a los demás a mí mismo. Por momentos me
sorprendo del tiempo que ha pasado y me pregunto cómo llegué hasta
acá, a este pedazo del espacio tiempo. Debe ser alguna especie de
magia misteriosa que me mantiene en este mundo, en este universo.
Tengo
mi mascara diaria para cubrirme la cara de tantas miradas y palabras.
De ese virus que nos azota a todos, nos golpea invisible y se llama
nostalgia. De un tiempo que pasó, una historia quebrada, un amor que
no existe o fue una tragedia que el tiempo deja lejos y el recuerdo
cada vez más cerca.
Por
eso prefiero quedarme en casa, a salvo de todos, de mí mismo, salvar
al mundo de mi presencia aunque nadie se de cuenta que me escondo en
las apariencias, en la mueca de una sonrisa que no se nota pero que
dibujo por si acaso el alma se ufana y brilla apenas cual destello en
la fría mañana.
Martín
Espinoza, 19 de abril de 2020