Muchas
veces el destino juega a su capricho con la gente, las une, las
separa, las enamora, las mata. Y esta breve historia es una muestra
de esas cosas. No sabemos el año, a decir verdad, no quiero poner
fechas ni nombres, pero ahí estaba él, en sus veinte y tantos años
de edad de pie en la puerta de la sala de enfermeras viéndola mudo a
ella.
Se
acerca con alguna excusa para decirle algo, llamar su atención, y lo
que los une y asume como uno es lo que en otro lugar los hubiera
separado, sus acentos. Uno colombiano, otro de Venezuela, lugares en
guerra desde hace mucho tiempo, demasiado, luchando por lo poco de
selva amazónica que resta en aquel mundo.
Pero
en ese otro país donde eran prófugos con ciudadanía, lo que los
alejaba los atraía. Y así pasa el tiempo sin mayores argumentos.
Estaban ya juntos, ya se amaban sin remedio, ya tenían planes, ya se
conocían más a que nadie.
Así
que una vez fueron de visita a un pequeño pueblo de inmigrantes,
entraron a una especie de bar, de salón, de galpón, de hangar,
nadie sabe. Lo cierto es que se presentaron alegremente, comieron y
bebieron, bailaron toda la noche. Se habían casado e iban a tener un
hijo que alguna vez los iba a soñar jóvenes e inocentes, en ese
hospital donde las desgracias fueron la gracia que los unió para
siempre en el recuerdo de un sueño.
Martín
Espinoza, 23 de agosto de 2019