Simplemente me dedicaba a escribir, no me importaba otra cosa. Ni
salir, ni conocer gente. De hecho, era un tedio para mí hablar con
alguien en la calle, en un café, en el trabajo. Por suerte tenía
mis auriculares, mi música. Llevaba parte de mi mundo conmigo.
No
me desprendía de mi libreta de apuntes donde cada tanto anotaba
ideas, partes de poemas o hasta párrafos de futuros relatos. Todo
anotado con su fecha de nacimiento para así saber cuando les había
dado vida. Esa era mi rutina, a eso dedicaba mi vida.
Y de
tanto escribir, sin querer, sin saber, fui y soy uno de esos
personajes sin nombre que vaga en mis textos, padeciendo todo tipo de
eventos de los más variados, extraños y comunes al mismo tiempo.
Era ese universo un espiral, un conjunto de cajas chinas, una dentro
de la otra. Un relato enmarcado tras otro cual par de espejos
enfrentados, uno era la infinita imagen del otro. Universos similares
y paralelos.
Un
día era un gigante, luego una mujer imaginada, otras veces un ser
despreciable o colmado de virtudes, pero siempre azorado, siempre
sorprendido por el destino y sus particularidades. Sus extrañas
manera de resolver o complicar las cosas.
Incluso
ahora mismo, mientras voy redactando esto, mientras usted, sea quien
sea, va leyendo esto, yo existo por un instante en su voz, en su
pensamiento. Soy usted aunque no lo sepa, aunque sea diferente y para
ser realmente algo necesite de su imaginación. No soy nadie y soy
todo aquel que me lea.
El
lector es ese espejo que crea un universo con los rudimentos de mis
letras, con las piezas de un lenguaje mal aplicado, hasta con sus
errores gramaticales y todo es algo que crea, que nace en cada
persona que redacta en su cabeza esto. Estas palabras sin historia
alguna, sin personajes más que el mismo lector.
Si
señor, si señora. Yo soy usted. Soy su universo paralelo. Su
realidad alterna. Gracias por su ayuda.
Martín
Espinoza, 29 de mayo de 2019