No
van a creerme pero no estoy casi en este mundo. Me desvanezco, me
vuelvo borroso, incierto. Es ahí cuando todo lo veo, todo lo
comprendo, todo lo puedo. Lo relativo de todo se muestra de una
manera tangible, casi puedo sentir el tiempo en mis manos, en mis
huesos.
La
veo a ella, siempre ella, desde otra perspectiva y puedo entender lo
que le pasa, lo que piensa, por qué actúa de esa y no de otra
manera. Y los veo a todos y siento lo mismo, y me veo a mí mismo,
mas joven, más viejo, y también me doy cuenta de errores y
aciertos, de estadios y cosas, de malos y buenos pensamientos.
Pero
cuesta recordar todo, es mucha información no procesable por medios
normales, por el simple desliz del pensamiento racional. Así que
llevo conmigo como impresiones, como fotografías borrosas de todo
eso, de todo lo que tuve en un instante. Un momento.
Así
transito los días, la vida con fotos amarillas en mis manos
cansinas. Ante mi mala vista todo parece un enigma, un laberinto
extraño donde no existe Ariadna alguna que me ayude a salir con su
hilo de roja lana. A decir verdad, cada tanto regreso a ese estado
para renovar imágenes, para verte y contemplarte, para que sea más
amable este mundo de imprecisiones.
Cada
vez más seguido persigo el abismo de los dioses bajo el riesgo mismo
de ser golpeado por ese rayo de locura o extrema cordura que tanto
hiere (cuanta razón tiene Rilke). Soy borroso, casi invisible,
deambulo por las calles, pero veo ese otro mundo, borroso pero
cierto, mucho más real que el reflejo que llamamos mundo. Universo.
Martín
Espinoza, 03 de marzo de 2018.-
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