Miro
alrededor, la misma breve habitación, el mismo lugar, la misma
rutina. Nada cambia. Me preparo como es costumbre y salgo. El
uniforme me proteje de todo lo que hay fuera, los ruidos, el aire
sucio, el frio y, cuando salga, el sol asfixiante. No hay nadie de
los pocos que quedaban a pesar de todo. Al menos eso ya fue una
diferencia en la monomanía que se copia a sí misma constantemente.
Las
ramas desnudas de unos pocos árboles no indican nada, hace mucho ya
que no brotan plantas en esta zona, en el mundo entero. Subo al
transporte que se eleva entre los escombros, los huesos. Veo de
arriba justo el círculo donde existo, donde nada cambia. Del resto
no queda nada.
En
mi trabajo todo persiste, esa burocracia sagrada a las que muchos les
rinden culto y que yo alimento con papeles una y otra vez cual bestia
hambrienta salida del mismo infierno. O acaso esto el infierno. Ya no
importa. Nada importa.
Se
cierran las ventanas pues el sol quema de verdad todo. Nada nos
proteje ahora de su furia vengativa. Es un buen momento para
descansar un poco, recargar energía, completar formularios, oficios,
sellos y otras cosas que ni vale la pena mencionar. Puedo terminar
todo dado que nadie llega, nunca.
Debo
esperar hasta la noche para salir, para ir a mi zona aislada donde no
queda nadie pero hay un lugar donde estar al menos. No duermo nunca,
cuelgo de mi lado, junto a los demás como yo, el mismo modelo, del
mismo año, en las mismas condiciones, con los mismos cuidados. El
mismo programa que nos hace uno solo siendo seres individuales.
Martín
Espinoza, 22 de julio de 2017.-