Para mí que la lluvia persigue a los paraguas o, mejor dicho, su ausencia. Varios estudios, pocos serios de más está decir, certifican grandilocuentemente que a más paraguas en mano menos lluvia en el cielo, es algo así como una ley inversamente proporcional.
Me ha pasado, creo, en varias oportunidades. Salir con paraguas en mano listo para dar heroica batalla a todo tipo de vendavales y justo cuando mi areté se aproxima un haz de luz o una estrella (depende del día o la noche) se asoma en el cielo, las nubes se dispersan y quedamos todos inmersos en uno de esos días maravillosos de sol o esas nochecitas de novela. De más está decir que –quien sabe por qué misterio del universo- uno es el único en la ciudad con paraguas en mano, pareciera ser que el resto de los mortales posee una especie de sexto sentido que les indica el conveniente hecho de dejar sus paraguas en casa. Así uno termina siendo el único tarado que transita, bajo el sol ardiente (o las estrellas y luna idílicas), con un cada vez más incómodo, difícil de disimular, utensilio negro o de colores chillones que logran llamar la atención de más de uno, de todos.
Lo curioso sucede cuando el día comienza siendo una maravilla, digno de postal con gente sonriendo y niños jugando alegremente. Uno sale despojado de protección alguna contra aquel enemigo pluvial a la calle, con el alma henchida de vida. Cuando, en una siniestra esquina, nos aguarda alguna nube que andá a saber de donde aparece dispuesta a descargar como nunca su carga acuífera. El efecto es el contrario a la nada conveniente presencia del paraguas, todos caminan bajo sus techitos portátiles felices de haber nacido y saltando entre charquitos de variados tamaños; mientras uno –pobre- siente el oprobio de la vida, del inclemente tiempo sobre su espalda, sus fuerzas, su moral devenida en nada, el agua cual torrente desbordado corriendo por todo el cuerpo, la ropa un desastre... gente mirando atónita, hasta con pena, uno mirándolas de frente tratando de mantener la dignidad perdida y meditando el por qué de su existencia en este mundo.
¡Vaya invento el paraguas! Nacido para ser dejado en casa cuando llueve o llevado cuando no cae una gota ni por el más extraño albur del destino. También es común, me ha pasado también (me parece) eso de andar dejando paraguas abandonados en aquellos lugares tan difíciles de recordar: bibliotecas, bares, casas extrañas, consultorios varios, taxis, remises, colectivos. Como si este aparatito se sintiera a gusto y tácitamente decida quedarse quien sabe donde, porque jamás regresan con sus dueños. ¿Será por eso que algunos siempre tienen un paraguas a mano cuando es necesario? –los paraguas escogen a sus afortunados nuevos dueños en el preciso momento de la lluvia). ¿Qué exista una especie de voluntad paraguesca (que mal suena) que decide a quien albergar de las insolente gotas y a quien no? ¡Por qué a mí!!! ¡Por qué ese ensañamiento de los astros y sus elementos meteóricos!!!! Una porquería este mundo globalizado.
Pero, pensando un poco. Ah... el poeta que uno lleva dentro. Si es verdad que los paraguas llaman a la lluvia, cobijados en sus casas, podríamos tener agua a voluntad, bastaría con ponernos de acuerdo y lograr un conveniente aguacero o un diáfano cielo celeste1 o pletórico de estrellas para los enamorados y la cartera de la dama. Ellos, por supuesto, seguirían eligiendo a sus dueños, pero ya no estaremos a merced de las inclemencias del tiempo que está tan loco últimamente.
Eso si, quizás se opongan estoicamente quienes más se ven favorecidos, es más, sospecho alguna maléfica conspiración entre fabricantes de paraguas y pronosticadores del tiempo -aunque aún no reuní todas las pruebas-, felices de ver sufrir a la gente bajo un manto líquido que no se anda con chiquitas a la hora de venirse abajo desde el bravo cielo.
La batalla, sin embargo, estaría ganada, al fin seríamos amigos de los paraguas, al fin nos ayudarían, tapizarían de grises, negros o brillantes colores con flores, rombos y todo las calles y bajo ellos nosotros transitando esta ciudad, esta vida, con la paz de saber que hoy si, va a llover, dentro de un rato no... mejor no porque la noche se aproxima y necesito estrellas para ella.
Pero ponerse de acuerdo es tan difícil... nunca faltará el jodido que porque hoy tuvo un mal día quiera que se venga el mundo abajo cual diluvio universal porque se le canta o el melancólico que se inspira viendo caer la lluvia (vaya a saber para qué). O el caprichoso que quiere lluvia, por qué si, por qué si y por qué sí.
Personalmente tengo fe en que algún día esto va a pasar, no sé cuando pero cuando menos lo esperemos paraguas y humanos transitaremos de la mano –ellos en nuestra mano- por este aciago mundo. Será cuestión de tener fe.
¡¡Espero que no llueva porque no sé donde dejé ese maldito paraguas otra vez!!! Aunque está lindo, salgo igual.
Martín Espinoza, febrero de 2006.
1 Y sus correspondiente arco iris donde se baña de colores Osiris.